“Y nadie pregunta si sufro, si lloro,
Si tengo una pena que hiere muy hondo..”
Fragmento “El Cantante”
Rubén Blades
Lo recuerdo claramente. La fecha, 29 de junio de 1993, horas de la tarde. El sitio, barrio Country Sur de Bogotá. Recibí una llamada de mi amigo Óscar Leonardo Castro. Estaba llorando y se notaba que había bebido. Lo primero que me imaginé fue una noticia trágica de alguno de sus padres. No me quiso decir nada, solo que me esperaba en el almacén de muebles de su papá, sobre la décima con 33 sur, a tres cuadras de la casa donde yo vivía. Leo se había convertido en mi mejor amigo y por consiguiente sentía gran aprecio por toda su familia. La incertidumbre era total.
Llegué al almacén y mi amigo estaba sentado frente a una pequeña mesa de madera, con media botella de aguardiente Néctar destapada que iba por la mitad y con el infaltable Marlboro en su boca. Había otra canequita desocupada, cajetillas de cigarrillos, copas plásticas en el piso en medio de pequeños charcos de licor, colillas por todos lados, varios CD (por supuesto de salsa) apilados en perfecto desorden y una grabadora con música de Willie Colón a alto volumen.
Leo se quedó mirándome, con los ojos hinchados y la mirada perdida por la tristeza y el alcohol, ¡Ay, Jairito… se murió Héctor Lavoe!.
Debo confesar que al comienzo me dieron ganas de matarlo. ¿Eso era todo?, pensé, con el grato alivio de saber que sus padres estaban bien.
Después pude comprenderlo. Mi gran amigo era un fanático declarado del gran Héctor Juan Pérez Martínez, y el jíbaro de Mochuelito acababa de partir para siempre. Su colección de vinilos y discos compactos era la más completa que había visto. En su habitación, colgado en la pared, había un retrato enmarcado y con vidrio antirreflejo de la portada del álbum “De Ti Depende”, el de Periódico de ayer, Vamos a reír un poco, y Mentira, pintado por su cuñado Óscar Nieto, compañero de interminables farras de salsa y bohemia.
Casi veinte años han transcurrido desde la muerte del extraordinario sonero de Ponce. Dos décadas sin su voz cristalina, sin el sabor que imprimía a guaguancós, descargas y bugalús, sin ese hipnotizante sentimiento que lo poseía cuando interpretaba un bolero. En el mundo de la salsa encontramos decenas de extraordinarios cantantes, pero indudablemente Héctor Lavoe pertenece a un grupo muy selecto del que solo hacen parte genios como Ismael Rivera, Celia Cruz, Tito Rodríguez, Cheo Feliciano, Tito Gómez y Beny Moré. Grandes entre los más grandes, inigualables, insuperables.
La apasionante vida de “El Cantante” no tardó en convertirse en leyenda urbana. Y es que resulta difícil encontrar otra existencia tan marcada por el sino de la tragedia. Una historia precedida por la de Chamaco Ramírez y continuada por la de el loquito Frankie Ruiz, quienes a pesar de haber perecido en diferentes circunstancias, la causa fue la misma: la ruleta rusa de las drogas, el eterno infierno de los artistas que sucumben ante el encanto peligroso de delirantes viajes, placenteros y engañosos, que siempre arriban al mismo destino.
Las biografías de Lavoe y la película protagonizada por Marc Anthony y Jennifer López coinciden en el ambiente pesado de las rumbas de Nueva York, en los “regalitos” de sus propios compañeros y amigos del traqueteo, en una adicción imposible de superar en gran parte por la indiferencia de sus seres cercanos, de un enfermo incurable que perdió total interés por seguir viviendo a causa de dolorosas tragedias familiares que lo sumían cada vez más en la depresión y la desesperanza. Artísticamente la película no es buena, y se encasilla en el lado oscuro de la vida de la estrella, algo fuertemente criticado por seguidores y medio artístico, pero mostró una realidad que muchos quieren seguir ocultando.
La célebre composición de Rubén Blades es una fiel radiografía de su tormentosa vida, y en general, del drama de los ídolos que caen en desgracia: tener que salir al escenario a cantar, a cumplirle a su público aunque anímicamente estén destrozados por la muerte accidental de un hijo, por haber perdido su casa en un incendio, por padecer una enfermedad incurable y mortal. Sonreír forzosamente, con la máscara bien puesta, hasta que caiga el telón, para que la gente no crea que sus inalcanzables ídolos también son seres de carne y hueso que lloran y sufren. El síndrome del artista famoso que popularizó el otro Blades, Roberto, el de La Inmensidad.
Por eso lo mejor es conservar el recuerdo de Héctor el artista, del jovencito que llegó de Ponce a aventurar a los “nuevayores” para hacer lo que más le gustaba: cantar. Del flaco desgarbado y ojeroso que grabó por primera vez, por allá en el 65 con la New Yorker; que se abrió paso con el maloso del Bronx; que soneaba de tú a tú, sin complejos, con los grandes del momento en el All Stars más exitoso de la historia; que fue invitado especial del rey del timbal para grabar dos álbumes en tributo al bárbaro del ritmo; del intérprete de magistrales piezas musicales que perdurarán en el tiempo; de La Voz, El Cantante de los Cantantes, el Rey de la Puntualidad, como le gustaba que lo llamaran, como lo seguiremos llamando.
A dos décadas de su partida no ha habido otro que se le llegase a acercar un poco como vocalista. Apenas una pésima copia, llamada Van Lester, que utilizó su memoria para hacer unos cuantos pesos, así como lo continuaron haciendo los dueños del emporio Fania con compilaciones y reediciones de sus álbumes.
El Cantante se ha transformado varias veces. Primero fue Héctor Juan, el hijo de Luis Pérez y Francisca Martínez, después se convirtió en Héctor Lavoe, y finalmente se volvió leyenda, lo que solo logran los genios.
Así que eso de que “todo tiene su final”, es puro embuste.