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Melómanos y Coleccionistas

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La música nos identifica. Es una forma de vida que no elegimos. Simplemente nacimos para amar la música, para explorarla, conocerla mejor… para disfrutarla. Esa es nuestra naturaleza.

El melómano nace, sí, pero además se forma y perfecciona. Los años permiten apropiarnos, cada vez más, de conocimientos. Pasa el tiempo y maduran los gustos musicales, aumenta el nivel de exigencia y el simple hábito de escuchar música se convierte en una continua búsqueda de espacios de difusión cultural.

Ser melómano o coleccionista adquiere matices incomprensibles para quienes no experimentan la misma pasión por la música, al punto de llegar a ser criticados y ridiculizados.

Adquirir discos de vinilo es, acaso, el grado máximo de la melomanía.

Coleccionar es un hábito milenario que con el tiempo se transformó en arte. Y más allá del debate psicosociológico que se puede plantear acerca de las sensaciones y emociones que brinda el hecho de adquirir discos viejos o nuevos, usados o sellados, regalados, intercambiados o comprados, coleccionar termina convirtiéndose en una íntima necesidad. Por eso, recorrer tiendas musicales y mercados de las pulgas de diferentes ciudades, escarbar en las ventas de garaje y entre los discos polvorientos de los comerciantes informales de la carrera séptima, intercambiar piezas con nuestros amigos o comprar por internet, instintivamente se convierte en algo rutinario. Rutina que se ve recompensada cuando hallamos el preciado LP que siempre hemos buscado. Y entonces todo cobra sentido cuando ese objeto circular, con surcos que almacenan ritmos, sonidos y voces que percibimos placenteras, hermosas, mágicas, nos brinda una inmensa sensación de placer.

La pasión por la música también nos brinda la posibilidad de conocer gente que comparte nuestros gustos, de hacer buenos amigos, de ser calurosamente acogidos en otras ciudades, de hacer parte de colectivos culturales, de trabajar silenciosa o públicamente para preservar la cultura de adquirir y escuchar música en su formato original. Porque si hay algo que identifique al amante de la música afroantillana es su orgullosa condición de melómano. Aparte de los salseros, difícilmente existe otra comunidad de coleccionistas que tenga la misma fuerza, organización, unión y dedicación, pues fueron ellos quienes salieron por primera vez a los parques y calles con sus cargamentos de vinilos para crear puntos de confluencia cultural. Fueron quienes trazaron la senda.

Actualmente en las principales capitales del país, como en muchos otros municipios, se han institucionalizado los encuentros de melómanos y coleccionistas como parte de su identidad cultural: Cali, Bogotá, Medellín, Manizales, Barranquilla, Cartagena, Palmira, Armenia, Pereira, Ibagué y Villavicencio, son algunas de las ciudades con mayor tradición en la realización de estos eventos, donde no sólo se les da cabida a quienes conservan la memoria histórica de los artistas sino además hay espacio para componentes académicos, baile artístico, comercio de vinilos y accesorios, y conciertos de grandes exponentes del género.

La salsa está vigente gracias a sus seguidores. Colombia ha vuelto a retomar el calificativo de capital mundial del ritmo por la acogida del público a sus artistas legendarios, por la calidad de sus orquestas, por tener a los mejores bailarines del mundo, por ser cuna de importantes investigadores y escritores, pero sobre todo, por preservar la cultura del vinilo, fenómeno comercial que día a día revive mágicamente. Pese a la invasión de géneros musicales foráneos como el reguetón – que en Puerto Rico desplazó de manera despiadada el gusto juvenil por otros ritmos antillanos – la buena salsa tiene asegurada su permanencia en el gusto de los colombianos por muchos años, gracias a una pasión que se mantiene intacta y que por fortuna encuentra cada vez más promotores y difusores que trabajan titánicamente para conservarla en la memoria y gusto colectivo.

Y todo, gracias al poder de la música, como lo dijo Emil Cioran: “fuera de la música, todo, incluso la soledad y el éxtasis, es mentira. Ella es justamente ambos, pero mejorados”.

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Hijo de tigre sale pintado reza el adagio popular y en el caso de los Sarmiento aplica a la perfección. Blas Sarmiento Marimón heredó su vocación y talento musical de su padre...

Mucho Michi

José Fernando Madrid Merlano es un nombre desconocido incluso para algunos que se autodenominan melómanos consagrados. Si mencionamos a Joe Madrid, quizás entendamos de quién se trata, pero aun así continúa siendo un artista prácticamente cubierto por el ingrato manto del anonimato. Este es el precio que suelen pagar los genios que concentraron gran parte de su vida artística fuera de su terruño y que se atrevieron a traspasar las fronteras en busca de grandes cosas.
En las polvorientas memorias de la historia de la música caribeña nacional existen nombres que se llegaron a convertir en símbolos, sinónimos, fieles reflejos de fenómenos socioculturales.
La historia de nuestra música tropical es tan rica como la de Cuba. No exagero. La cantidad y calidad de artistas que de una u otra forma contribuyeron a que se escribieran páginas gloriosas de nuestro cancionero caribeño es tan amplia que se necesitaría un tratado completo para abordar su estudio en toda su extensión. El texto literario “Sin clave y bongó no hay son”, del escritor e investigador paisa Fabio Betancur Álvarez, da cuenta de las confluencias musicales entre Colombia y la isla de Fidel, interesantes intercambios culturales que pocos conocen y que vale la pena repasar para empezar a conocer y reconocer la importancia que ha representado el folclore nacional en el desarrollo histórico de la música cubana y de otras latitudes como Perú y México.
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